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lunes, 9 de octubre de 2017

Walter Rheiner - Kokain


I

La noche comenzaba a aferrarse a los árboles de la avenida y goteaba sobre los hombros de Tobías, cuando éste pasó bajo el murmullo de las ramas. Durante casi dos horas estuvo deambulando de arriba abajo por la avenida.

El reloj (fantasma de bronce en la encrucijada de las calles) marcaba las diez y media. En esta moribunda noche de verano, desbordada en innumerables suaves tonalidades detrás del gris eterno del gigantesco cadáver de la Catedral de la Memoria, Tobías se puso en movimiento: sacudido por una desoladora ansiedad, que no lo abandonaba y que lo torturaba aun más cuando intentaba escapar de ella o cuando creía poder anestesiarla con el ajetreo de la bulliciosa cafetería, esa miserable habitación con sillas de terciopelo rojo en donde se veían clientes imperturbables que gastaban allí sus falsas vidas, personas de feos rostros y muecas socarronas;  una existencia entera de calcomanías coloridas, como aquellas que se les da a los niños. Como hacía con frecuencia, había huido allí de nuevo, frente a la licuefacción del sol de verano, que corría suavemente en el cielo cercano, mientras su ansiedad amenazaba con convertirse en locura.

Y sin embargo, esta ansiedad siempre prevaleció; cuando lo invadía, conseguía hacer odioso cualquier lugar: aquella habitación amueblada y toda la cafetería, los amplios espacios de las calles y las plazas.

Asustado, se fue cuando la noche azul (corriente oscura) ya había terminado de derramarse sobre las cabezas de los transeúntes. La noche había caído por completo. Brillante, el asfalto parpadeaba, cuando, zumbando, un coche acelerado pasó junto a Tobías.

Una música dulce se extendía desde las terrazas de las cafeterías. Ésta arrastraba conversaciones que luego se perdían. Presenció un desfile interminable de damas distinguidas, maquilladas, y caballeros discretos, una circulación continua de personas risueñas en sus coches, la alegre y melancólica canción vespertina de la gran ciudad sombría, que vivía a su manera. 

¿Y él? ¿Sabía cómo vivir? Pero, ¿cómo vivía?

Deslumbrado, se detuvo en el borde de una plaza, un remolino de luz y sonido giró alrededor de él. Sus pensamientos eran breves y violentos.

Ciertamente no una vida de esta clase, hecha de apariencias, a imagen de esos adornos de colores, esos coches radiantes, esas máscaras sonrientes que lo pasan de largo. Pero, ¿cómo vivía? ¿Cómo, entonces, despertarse por la mañana a las diez o las once, en ocasiones hasta mediodía; sólo para levantarse con un profundo disgusto por su habitación, sus libros, sus ropas, su propia persona? La constatación cotidiana de no tener dinero, y esas especulaciones sobre cómo obtenerlo: ¿por la compasión de qué conocidos o qué desconocidos? Y, por la mañana, esa despreciable hambre habitual.

La defensa diaria contra la vieja ama de llaves que le exigía el alquiler. Y luego, la desgraciada partida de esa casa tan repugnante igual que la calle a la que salía, y que irónicamente llevaba el nombre de un ilustre filósofo, del cual había leído alguna vez sus obras y que se le aparecía como un padre blandiendo amenazante una muleta. Y aquella mala conciencia con la que rogaba dinero, en el café o frente a los despachos de los editores que, asombrados, le echaban el humo del tabaco en la cara, para después deshacerse de él. Este vacío en el cerebro, el repugnante resentimiento que residía en él y lo hacía injusto con toda esta gente, vestida con trajes decentes, caras satisfechas y pasos tranquilos. Y entonces: - Entonces llegó la gran maldición, la noche se apoderó de él, trayendo consigo esa ansiedad diabólica, que le hizo girar sobre sí mismo como un trompo. Los pájaros cantaban -y él se enfrentaba inexorablemente con su destino, que se encontraba frente a él sólo para mostrarle con una mano poderosa el camino correcto: ¡Anda allá!

Así que anduvo. Allá, a donde iba todos los días, anteayer, ayer y hoy, sin escapatoria. La muerte vendría más tarde, tal vez la encontraría en el camino, con la esperanza de que fuera el resultado de una casualidad. Así que anduvo.

¡Y ese era: el lugar exacto! Sí, como siempre, se había detenido en el lugar exacto.

Tocó la campanilla de noche de la farmacia. Listo: tocar y esperar.

La luz se encendió, la puerta se abrió y apareció la cabeza calva del farmacéutico.

“Doctor…”

“Bueno, ¿otra vez aquí? ¿No podía haber venido más temprano?”

“Por favor, disculpe, yo quería…”

Pero la cabeza calva había ya desaparecido.

Sí, ¿y qué había pasado? Había luchado, como todas las tardes, y como siempre, había perdido. ¡Un gran encogimiento de hombros dirigido a todo el mundo!

El farmacéutico estaba de regreso: “Tres marcos con cincuenta.”

“No tengo mucho dinero”, murmuró Tobías.

“Bueno”, dijo el farmacéutico. “Lo anotaré de nuevo, ¡pero ten cuidado si no pagas, ya lo sabes!”

“Gracias”, susurró Tobías, y se despidió.

No más tensiones y pensamientos, no más preocupaciones y dudas, ya sostenía en sus manos el eterno veneno, y juntó el pequeño frasco hexagonal contra su pecho como si fuese un rosario sagrado. ¡Ahora él mismo era la vida, y su corazón latía más fuerte que el mundo entero!

En los sanitarios de la cafetería se administró tres inyecciones seguidas, cerró cuidadosamente la botella y luego guardó la jeringa en el bolsillo de sus pantalones.

Ahora se sentía libre y ligero, ¡juguetón como un dios joven! Triunfante, regresó a la cafetería, sonrió a las damas, y frunció el ceño ante los elegantes caballeros. Un sólo gesto y, como Icaro, el efebo divino, flotaba en el techo con una sonrisa, se deslizó sobre el dosel de la terraza y voló en círculos sobre las estrellas resplandecientes.



Conrad Felixmüller: Death of the Poet Walter Rheiner (1925)



Traducción del primer capítulo de la novela Kokain de Walter Rheiner publicada en 1918.
Traducción: Mario Manjarrez

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