Primera experiencia del Dr. Salvador Roquet con mescalina.
...La historia se remonta a una distancia de quince años (1956), cuando yo estaba en psicoanálisis. El doctor José Gutiérrez, colombiano, frommiano, quien era mi psicoanalista, en una ocasión me dijo: “Fíjese doctor Roquet que están haciendo unos trabajos en el sanatorio psiquiátrico Ramírez Moreno, de acuerdo con la tesis de un médico. Varios psiquiatras nos ofrecimos para que nos suministren alucinógenos. Usted sabe, hay la idea de que éstos pueden reducir el tiempo que dura el psicoanálisis”. Me invitó a participar en la experiencia y acepté. Se señaló la fecha. Como coincidencia, resultó ser un jueves de Semana Santa. Ese día, contrario a mi forma de ser respecto a la puntualidad acudí una hora antes de a la cita. Nunca lo olvidaré. Recuerdo que la avenida Universidad estaba sola, pues era Jueves Santo. En esa época el Sur de la ciudad era medio despoblado. La avenida Río Churubusco se veía muy sola. Era quizás una proyección de parte mía; también había una soledad tremenda. Recuerdo que llevaba un librito en la mano: Ética y psicoanálisis, de Erich Fromm. Entonces era un admirador de Fromm. Ahora ya no lo soy. Llegué al sanatorio y como no había nadie me senté en una banca de un camellón. Leía, o más bien estaba en una actitud de meditación, de soledad, porque así me condicionaba el ambiente. Vi como llegó gente al sanatorio. Poco después me hallaba con todo el equipo de psiquiatras. Yo no había desayunado. El doctor Gutiérrez, muy amable, me preguntó si permitía que los demás médicos observaran la experiencia. Le dije que no. Sólo aceptaba su presencia, y la persona que me suministrara el alucinógeno debía salir en seguida.
...No tenía idea del efecto de los alucinógenos. Escogí la vía intravenosa para que me inyectaran mescalina. No sé porqué lo pedí. Quizás por la actitud muy mexicana de razonar “si me han de matar mañana que me maten de una vez” o “lo que suene que suene”. Y mescalina por vía intravenosa más tarda en decirse que en sentirse su efecto. Pregunté que si podía estar acostado, temía caer y quise proteger mi persona física. Tendí mi brazo y de inmediato tuve una sensación parecida a la que produce un estado alcohólico. Después de esa sensación vino algo contradictorio: estaba despabilado, pude levantarme y sentarme. Tenía una gran curiosidad científica de ver qué cosas podía hacer. Tomé el libro para hojearlo. En el momento en que lo abrí y vi pasar sus páginas, de inmediato me sentí el libro; sus distintas hojas iban cayendo, cayendo y eran mis distintas personalidades, mis distintos yoes. Entré en el viaje. Empecé a conectarme y a desconectarme, y caía en una angustia que no sabía de donde venía. Preguntaba al psicoanalista si podía ponerme de pie, como si eludiera mi responsabilidad de hacerlo. Todo era muy consciente; sabía lo que hacía y sucedía. Me levanté y para sorpresa mía pude caminar a pesar de la sensación de vacío que experimentaba. Surgieron entonces molestias físicas tremendas que analizaba como médico. Al caminar se agudizaban. Me arrepentía de haberme ofrecido a la experiencia. Sentía que moría. Sufría una disnea terrible, fuego interno, palpitaciones extremas. Estaba asustado y me paseaba como león enjaulado. No me quejaba, ni decía que estaba arrepentido, pero lo pensaba. Parecía una bestia encerrada y aceleraba la marcha como si buscara una salida. Pasó esa etapa; tomé el libro y me acerqué a una ventana para intentar leer. Podía hacerlo, más no coordinaba las ideas. Apenas pasaba unas palabras olvidaba las anteriores y no lograba formar frases. Seguí analizando las cosas que podía hacer. Pedí un desayuno, papaya, huevos revueltos, café. Mientras me traían los alimentos dije al médico que deseaba hacer un experimento y le propuse jugar ajedrez. Empezamos; la salida fue perfecta. Siguieron los primeros movimientos muy bien. Pero cuando avanzaron las jugadas dije: “No tengo plan, no tengo programa, como nunca lo he tenido en mi vida.” Instantáneamente brotó la angustia. Vinieron desconexiones y situaciones de delirio. Fue algo semejante a lo que describió Aldous Huxley en Las puertas de la percepción. Vino un registro de tipo oriental, surgieron figuras geométricas, caleidoscópicas, en colores muy vivos y maravillosos, en movimiento y con formas increíbles. Eso se esfumó y brotaron alucinaciones que me desconectaban. Vi una figura semejante a las que pintaba Rembrandt, por su composición y colorido. Apareció en el cuadro una persona: era yo, sentado como si estuviese enjuiciado. Cerca había alguien: mi otro yo. Era un observador, un fiscal. Acusaba, juzgaba mientras el otro se debatía en una angustia espantosa. Me veía mesarme el cabello, mover la cabeza con desesperación. Decía al psicoanalista si todo eso lo había hablado o pensado. El aseguraba que lo había dicho, pues él lo anotaba. Yo comentaba que aquello era prodigioso y tenía que ser estudiado con un gran equipo. Tenía que grabarse, hacer todo registro. La experiencia valía la pena aprovecharla al máximo buscándole un fin. Decía esto en forma obsesiva...
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