Oscar Wilde le envía una carta a William James (quien también dijo haber comprendido la filosofía hegeliana sólo después de una experiencia psicodélica con óxido nitroso) a finales del siglo XIX, cuando este último realizaba su investigación sobre los efectos del óxido nitroso en artistas y científicos. Wilde responde:
Una mañana de junio, o no más tarde de finales de
mayo de 1895, fui a un dentista frente al Colegio Balliol, para que me extrajera
un diente. Nunca antes había consumido este “gas de la risa”, y nunca lo he
vuelto a hacer desde entonces. Mi experiencia fue, con tanta precisión como
puedo recordar a esta distancia de tiempo, la siguiente:
Ya sea por ponerme un propósito en particular, o
para distraer mi mente del incómodo proceso de "quedarme inconsciente",
decidí tratar de observar de forma muy cuidadosa los cambios en mi estado de
consciencia.
Me di cuenta que lo que sucedió después fue que el
contenido de la consciencia, la percepción, los sentidos, gradualmente se
redujeron, hasta que casi llegué, aunque no del todo, al vacío e incoloro hecho
de la existencia de la consciencia casi divorciada de toda percepción. En ese
momento, por supuesto, apenas estaba en condiciones de observar con precisión,
pero cuando reflexioné después sobre el asunto, me pareció que había pasado un
tiempo absurdamente largo en ese estado, y luego, de repente, cuando lo deseaba,
pero menos me lo esperaba, me “apagué", como una vela sofocada.
Lo siguiente que percibí fue, ¡quién lo diría, por dios, lo sabía todo!
una ráfaga de soluciones obvias y absolutamente satisfactorias a todos los
problemas posibles invadió todo mi ser, y una unificación total de los hasta
ahora contradictorios y aparentemente diversos aspectos de la verdad tomaron
posesión de mi alma a la fuerza. Lo más extraño, fue que pude reconciliar el hegelianismo en sí con todas las otras escuelas de filosofía en
alguna síntesis superior y esto me provocó una gran corriente de alegría a
través de toda mi consciencia.
Luego, en un instante, a este estado de éxtasis
intelectual le siguió uno que nunca olvidaré, porque para mí era aún más
novedoso que el otro, es decir, un estado de éxtasis moral. Me invadió un
inmenso anhelo de llevar esta verdad al mundo frágil, apesadumbrado y afligido
en el que había vivido. Me imaginé a mí mismo con justificado orgullo al darme
cuenta cómo no podían dejar de reconocerla como la gran Verdad al escucharla, y
vi que los profetas anteriores que habían sido rechazados lo eran sólo porque
las verdades con las que volvían eran sólo parciales y por eso no eran
convincentes. Tenía aquí un bálsamo para todas las heridas, y la esperanza de
cómo toda la humanidad se amontonaría para bendecir al portador casi me
intoxicó. Pero al mismo tiempo sentí que me moría en ese justo momento y que
entonces no sería capaz de contarle esto a nadie. Nunca me había preocupado
mucho por la vida, pero fue entonces cuando oré y me esforcé por vivir, como
nunca antes había orado y luchado. Sin embargo, parecía en vano luchar por la
vida, y cuando me estaba resignando a la extinción sobrevino una inmensa
sensación de alivio de un obstáculo que había cedido sobre mí. Esto fue
sucedido, por supuesto, por otro ataque de éxtasis filantrópico. Cinco o diez
segundos más, y debería poder hablar, y el mundo sería redimido de verdad, ya sea que viviera o no. Fue un momento de dicha
suprema, superando a los estados anteriores. De pronto observé en una especie
de escenario rosado a un hombrecito también de color rosa y de rostro amable
que parecía reconocer. ¿Quién podría ser? Luego, a medida que el hombrecillo
rosa se hacía cada vez más grande y menos rosado, y yo volvía al estado normal
de consciencia (porque esa era la sensación), escuché una voz, al parecer no la
del hombrecillo rosa, sino la de alguien que estaba fuera de mi campo de
visión: "Hubiera sido un trabajo duro sin el ascensor." Estas
palabras me dieron poder para hablar, y grité en voz alta: "Hubiera sido
un trabajo duro sin el ascensor; ¡he descubierto algo de metafísica!" Apenas
había dicho estas palabras, se burlaron de mí. La Verdad se había evaporado,
como un sueño olvidado, y me había dejado con frases entrecortadas en los
labios y un deleite pálido en el corazón. El dentista me preguntó si acaso
padecía de insuficiencia hepática, y el pequeño hombre rosa, el doctor, me
recomendó que me fuera a tomar un poco de aire. Desde entonces, las sombras de
la prisión se han cerrado a mi alrededor, y el profesor Caird sigue reinando
sin oposición en Balliol.
CONSCIOUSNESS UNDER NITROUS OXIDE, WILLIAM JAMES, 1898.
Traducción: Mario Manjarrez
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