I
La
noche comenzaba a aferrarse a los árboles de la avenida y goteaba sobre los
hombros de Tobías, cuando éste pasó bajo el murmullo de las ramas. Durante casi
dos horas estuvo deambulando de arriba abajo por la avenida.
El
reloj (fantasma de bronce en la encrucijada de las calles) marcaba las diez y
media. En esta moribunda noche de verano, desbordada en innumerables suaves
tonalidades detrás del gris eterno del gigantesco cadáver de la Catedral de la
Memoria,
Tobías se puso en movimiento: sacudido por una desoladora ansiedad, que no lo
abandonaba y que lo torturaba aun más cuando intentaba escapar de ella o cuando
creía poder anestesiarla con el ajetreo de la bulliciosa cafetería, esa
miserable habitación con sillas de terciopelo rojo en donde se veían clientes
imperturbables que gastaban allí sus falsas vidas, personas de feos rostros y
muecas socarronas; una existencia entera
de calcomanías coloridas, como aquellas que se les da a los niños. Como hacía
con frecuencia, había huido allí de nuevo, frente a la licuefacción del sol de
verano, que corría suavemente en el cielo cercano, mientras su ansiedad
amenazaba con convertirse en locura.
Y sin
embargo, esta ansiedad siempre prevaleció; cuando lo invadía, conseguía hacer
odioso cualquier lugar: aquella
habitación amueblada y toda la cafetería, los amplios espacios de las
calles y las plazas.
Asustado,
se fue cuando la noche azul (corriente
oscura) ya había terminado de derramarse sobre las cabezas de los
transeúntes. La noche había caído por completo. Brillante, el asfalto
parpadeaba, cuando, zumbando, un coche acelerado pasó junto a Tobías.
Una
música dulce se extendía desde las terrazas de las cafeterías. Ésta arrastraba
conversaciones que luego se perdían. Presenció un desfile interminable de damas
distinguidas, maquilladas, y caballeros discretos, una circulación continua de
personas risueñas en sus coches, la alegre y melancólica canción vespertina de
la gran ciudad sombría, que vivía a su manera.
¿Y él?
¿Sabía cómo vivir? Pero, ¿cómo vivía?
Deslumbrado,
se detuvo en el borde de una plaza, un remolino de luz y sonido giró alrededor
de él. Sus pensamientos eran breves y violentos.
Ciertamente
no una vida de esta clase, hecha de apariencias, a imagen de esos adornos de
colores, esos coches radiantes, esas máscaras sonrientes que lo pasan de largo.
Pero, ¿cómo vivía? ¿Cómo, entonces, despertarse por la mañana a las diez o las
once, en ocasiones hasta mediodía; sólo para levantarse con un profundo
disgusto por su habitación, sus libros, sus ropas, su propia persona? La
constatación cotidiana de no tener dinero, y esas especulaciones sobre cómo
obtenerlo: ¿por la compasión de qué conocidos o qué desconocidos? Y, por la
mañana, esa despreciable hambre habitual.
La
defensa diaria contra la vieja ama de llaves que le exigía el alquiler. Y
luego, la desgraciada partida de esa casa tan repugnante igual que la calle a
la que salía, y que irónicamente llevaba el nombre de un ilustre filósofo, del
cual había leído alguna vez sus obras y que se le aparecía como un padre
blandiendo amenazante una muleta. Y aquella mala conciencia con la que rogaba
dinero, en el café o frente a los despachos de los editores que, asombrados, le
echaban el humo del tabaco en la cara, para después deshacerse de él. Este
vacío en el cerebro, el repugnante resentimiento que residía en él y lo hacía
injusto con toda esta gente, vestida con trajes decentes, caras satisfechas y
pasos tranquilos. Y entonces: - Entonces llegó la gran maldición, la noche se
apoderó de él, trayendo consigo esa ansiedad diabólica, que le hizo girar sobre
sí mismo como un trompo. Los pájaros
cantaban -y él se enfrentaba inexorablemente con su destino, que se
encontraba frente a él sólo para mostrarle con una mano poderosa el camino
correcto: ¡Anda allá!
Así que anduvo. Allá, a donde iba todos
los días, anteayer, ayer y hoy, sin
escapatoria. La muerte vendría más tarde,
tal vez la encontraría en el camino, con la esperanza de que fuera el
resultado de una casualidad. Así que anduvo.
¡Y ese
era: el lugar exacto! Sí, como siempre, se había detenido en el lugar exacto.
Tocó la
campanilla de noche de la farmacia. Listo: tocar y esperar.
La luz
se encendió, la puerta se abrió y apareció la cabeza calva del farmacéutico.
“Doctor…”
“Bueno,
¿otra vez aquí? ¿No podía haber venido más temprano?”
“Por
favor, disculpe, yo quería…”
Pero la
cabeza calva había ya desaparecido.
Sí, ¿y
qué había pasado? Había luchado, como todas las tardes, y como siempre, había
perdido. ¡Un gran encogimiento de hombros dirigido a todo el mundo!
El
farmacéutico estaba de regreso: “Tres marcos con cincuenta.”
“No
tengo mucho dinero”, murmuró Tobías.
“Bueno”,
dijo el farmacéutico. “Lo anotaré de nuevo, ¡pero ten cuidado si no pagas, ya
lo sabes!”
“Gracias”,
susurró Tobías, y se despidió.
No más
tensiones y pensamientos, no más preocupaciones y dudas, ya sostenía en sus manos
el eterno veneno, y juntó el pequeño frasco hexagonal contra su pecho como si
fuese un rosario sagrado. ¡Ahora él mismo era la vida, y su corazón latía más
fuerte que el mundo entero!
En los
sanitarios de la cafetería se administró tres inyecciones seguidas, cerró
cuidadosamente la botella y luego guardó la jeringa en el bolsillo de sus
pantalones.
Ahora
se sentía libre y ligero, ¡juguetón como un dios joven! Triunfante, regresó a
la cafetería, sonrió a las damas, y frunció el ceño ante los elegantes
caballeros. Un sólo gesto y, como Icaro, el efebo divino, flotaba en el techo
con una sonrisa, se deslizó sobre el dosel de la terraza y voló en círculos sobre las estrellas resplandecientes.
Conrad Felixmüller: Death of the Poet Walter Rheiner (1925)
Traducción del primer capítulo de la novela Kokain de Walter Rheiner publicada en 1918.
Traducción: Mario Manjarrez
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