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domingo, 8 de mayo de 2016

Oliver Sacks escribe sobre las drogas.


Empecé con marihuana. Un amigo de Topanga, California, en donde vivía aquellos años, me ofreció un cigarrillo; lo inhale dos veces y me quedé estupefacto por lo que pasó después. Miré con fijeza mi mano, y parecía abarcar todo mi campo visual, haciéndose cada vez más grande mientras al mismo tiempo se alejaba de mí. Finalmente, me pareció que podía ver una mano alargándose por todo el universo, a años-luz de distancia. Aún se seguía viendo como una mano humana, pero de alguna manera también parecía ser la mano de un dios. Mi primera experiencia con la marihuana fue una mezcla de lo neurológico y lo divino. En la Costa Oeste a principios de los sesentas, el LSD y las semillas morning glory (Ipomoea Violacea) estaban disponibles ampliamente, así que probé ambas también. “Pero si quieres de verdad tener una fuerte experiencia”, me dijeron mis amigos de Muscle Beach, “prueba Artane.” Esto me sorprendió, pues por lo que sabía del Artane, era una droga sintética emparentada con la belladona, que era usada en dosis modestas (dos o tres tabletas al día) para el tratamiento de la enfermedad de Parkinson, y que éste tipo de drogas, en grandes cantidades, producían delirio (el mismo tipo de delirio observado tras la ingesta de diferentes plantas de la familia Solanaceae). Pero ¿sería el delirio divertido o informativo? ¿Se estaría aún en posición de observar y apreciar las maravillas del funcionamiento aberrante del cerebro? “Toma veinte pastillas y estarás todavía con control parcial de la situación” dijeron mis amigos. Así que un domingo por la mañana, conté veinte pastillas y  me las pasé tomando un vaso de agua, me senté y esperé los efectos. ¿Se transformaría el mundo, como uno nuevo, como Huxley lo describía en Las Puertas de la Percepción, y como yo mismo lo había experimentado antes con mescalina y LSD? ¿Habría sentimientos maravillosos que llegaban en ondas? ¿Habría paranoia, ansiedad? Estaba preparado para todo esto, pero nada de eso ocurrió. Tenía la boca seca, midriasis y me costaba mucho leer, pero fue todo. No hubo tampoco efectos físicos –de lo más decepcionante. No sabía exactamente que esperaba, pero esperaba algo. Estaba en la cocina, poniendo a hervir agua para preparar un té, cuando escuché que tocaban mi puerta principal. Eran mis amigos, Jim y Kathy; en ocasiones pasaban a mi casa los domingos por la mañana. “Pasen, está abierto”, les grité desde la cocina y ellos se instalaron en la sala de estar, “¿Cómo van a querer sus huevos?, pregunté. A Jim le gustaban tiernos. Kathy los prefería revueltos. 
Conversamos un poco mientras terminaba de cocinar –había una pequeña puerta  de vaivén que separaba la cocina de la sala de estar pero aún podíamos escucharnos con claridad.  Cinco minutos después, grité, “Está todo listo”, puse el tocino y los huevos en platos y caminé hacia la sala de estar –la encontré totalmente vacía. No estaba Jim, ni Kathy, ni había signos de que hubieran estado ahí. Me quedé tan impresionado que casi suelto los platos. Nunca se me ocurrió ni por un momento que las voces de Jim y Kathy no fueran reales. Tuvimos una conversación amistosa, una conversación ordinaria, como regularmente las tenemos. Sus voces eran las mismas de siempre; no había habido ningún indicio de que no había nadie hasta que crucé las puertas hacia la sala de estar y la encontré vacía. Toda la conversación, al menos las palabras de ellos,  habían sido completamente inventadas por mi cerebro. No estaba solo conmocionado, también estaba asustado. Con LSD y otras drogas,sabía lo que estaba pasando en todo momento. El mundo se veía diferente, se sentía diferente; cada característica se vivía de un modo especial. En cambio mi “conversación” con Jim y Kathy no tuvo ninguna calidad especial, fue totalmente común, con nada que lo identificara como una alucinación. Pensé sobre esquizofrénicos conversando con sus “voces”, pero típicamente las voces en la esquizofrenia son burlonas o acusadoras, no hablan sobre tocino y huevos o el clima. 
“Cuidado Oliver”, me dije a mí mismo. “Tómalo con calma, no dejes que te pase esto de nuevo.” Hundido en mis pensamiento, comí despacio mi desayuno (y el de Jim y Kathy también) y después decidí ir a la playa, donde seguramente vería a los reales Jim y Kathy y a otros amigos, disfrutaría de nadar y de una tarde ociosa.  
Estaba pensando todo esto cuando me di cuenta de un zumbido sobre mí. Me dejó perplejo por un momento y después me di cuenta que era un helicóptero preparándose para aterrizar y que dentro venían mis padres, quienes, queriendo hacerme una sorpresa, habían volado en desde Londres hasta Los Ángeles y después habían rentado un helicóptero que los traería a Topanga.
Me apresuré a tomar un baño, ponerme ropa limpia – lo máximo que podía hacer en pocos minutos antes de que descendieran. La vibración del motor se hizo más ruidosa, así que sabía que el helicóptero había aterrizado en una gran roca plana que estaba a un lado de mi casa.  Me apresuré emocionado hacia afuera, para saludar a mis padres –pero la roca está vacía, no había ningún helicóptero a la vista, el sonido de la máquina se había enmudecido abruptamente. El silencio y el vacío, la decepción, me redujo hasta las lágrimas. Había estado tan alegre, emocionado, y ahora me encontraba con la nada. 
Regresé a mi casa y puse a hervir más agua para otra  taza de té cuando mi atención se vio atrapada por una araña en la pared de la cocina. Cuando me acerqué a verla, la araña dijo “¡Hola!” no me pareció nada extraño que la araña me saludara. “Hola” contesté y comenzamos una conversación, mayormente sobre cuestiones técnicas de filosofía analítica. Quizás este tema fue propuesto por el comentario inicial de la araña: ¿Crees que Bertrand Russell exploró la paradoja de Frege? O quizás fue su voz –incisiva, acentuada, igual que la voz de Russell (que había escuchado por la radio, -pero también –graciosamente- como fue parodiado en Beyond the Fringe). Cuando, décadas más tarde, le conté esta historia a mi amigo Tom Eisner, un entomólogo, le mencioné sobre las tendencias filosóficas de la araña y sobre su voz Russelliana. Elasintió y dijo: “Si, conozco la especie.” 
Durante toda la semana, evitaba las drogas, trabajaba como residente en el departamento de neurología del UCLA. Estaba impresionado e influenciado, como había estado mientras era estudiante de medicina en Londres, por las diferentes experiencias neurológicas de mis pacientes, y me di cuenta que no las comprendía lo suficiente, o que no llegaba a un acuerdo con ellos emocionalmente, a menos que intentara describirlas o transcribirlas. Los fines de semana, en cambio, casi siempre experimentaba con todo tipo de drogas.  
En el verano de 1965, había terminado mi residencia en el UCLA y dejaría California, pero tenía tres meses libres antes de iniciar una investigación en Nueva York. Esta fue una etapa de deliciosa libertad, después de haber estado trabajando durante sesenta horas, en ocasiones ochenta, por semana. Pero no me sentía del todo libre, tenía una sensación de vacío y falta de estructura, no estaba trabajando –durante los fines de semanas, eran los días peligrosos, los días donde experimentaba con drogas, mientras vivía en California- y ahora tenía un verano entero en mi casa, en Londres, como un fin de semana de tres meses. 
Fue durante este tiempo en el que descendí en lo más profundo del consumo de drogas, ahora lo hacía durante toda la semana. Probé la inyección intravenosa, que nunca antes había intentado. Mis padres, ambos doctores, estaban ausentes, y teniendo la casa para mí solo, decidí explorar el gabinete de cirugía que teníamos en la planta baja, para celebrar mi cumpleaños número treinta y dos. Nunca antes había tomado morfina o ningún otro opiáceo.
Usé una jeringa larga -¿por qué molestarse con dosis bajas? Y después de acostarme en la cama, llené la jeringa con el contenido de varias ampolletas, inserté la aguja en una vena y me inyecté la morfina lentamente.  
Paso un minuto más o menos, cuando me atrajo un tipo de conmoción con la manga de mi bata, que colgaba de la puerta. Contemplé atentamente la bata que para entonces me parecía poderla ver a detalle, en miniatura como con algún tipo de visión microscópica y podía ver dentro de todo esto una batalla. Veía tiendas de campaña de diferentes colores. Había caballos, soldados, sus armaduras brillando al sol. Veía gaiteros con pipas, levantándolas con su boca, y después, muy débilmente escuché la inhalación también. Veía cientos, miles de hombres –dos ejércitos, dos naciones- preparándose para la batalla. Perdí la noción de que todo esto estaba en un punto de la manga de mi bata, que en realidad estaba acostado en mi casa, en Londres, que era 1965. 
Antes de inyectarme la morfina, estuve leyendo Chronicles y Henry V de Froissart, y ahora estas obras se convirtieron en mis alucinaciones. En la tienda de campaña más grande estaba Henry V en persona. No tenía noción en ese momento de que estaba imaginando todo o alucinándolo. 
Después de un rato la escena comenzó a desaparecer y quedé tenuemente consciente, una vez más, de que estaba en Londres, drogado, alucinando Agincourt en la manga de mi bata. Fue una encantadora experiencia, pero ahora había acabado. Miré mi reloj. Me había inyectado morfina a las nueve y media, ahora eran las diez. Me di cuenta de otra cosa, cuando me inyecté morfina, estaba anocheciendo, pero ahora no lo estaba y no se hacía más oscuro, sino más luminoso cada vez. Eran las diez, pero de la mañana del día siguiente. Había estado contemplando, sin moverme, mi manga por más de doce horas. Esto me impactó mucho, y comprendí que uno puede pasar días enteros, noches, semanas, incluso años, en el estupor del opio. Me aseguré de que mi primera experiencia opiácea fuera también la última. 
Cuando era niño, me había interesado en el estudio de la química, y tenía mi propio laboratorio. Cuando comencé mis estudios de medicina, había dejado el interés por esta materia. Cuando llegué a Nueva York y comencé a ver a mis pacientes en una clínica para enfermos de migraña en el verano de 1966 comencé a sentir de nuevo interés intelectual y emocional por esta materia. Fue con la esperanza de revivir estas emociones intelectuales y emocionales que comencé a utilizar anfetaminas. 
Las tomaba los viernes por la tarde, cuando regresaba del trabajo y después pasaba todo el fin de semana tan drogado que con el tiempo las imágenes y mis pensamientos se volvieron como algún tipo de alucinaciones controlables, inmersas en emociones extáticas. Un viernes en febrero de 1967, mientras exploraba la sección de libros raros de la biblioteca de medicina, me encontré con un volumen grande sobre la migraña llamado On Megrim, SickHeadache, and Some Allied Distorders: A Contribution to the Pathology of Nerve-Storms, escrito en 1874 por el médico Edwards Liveing. Había estado trabajando por muchos meses en la clínica para pacientes con migraña, y estaba a fascinado por la gama de diferentes síntomas y el fenómeno que ocurría tras los episodios de migraña más fuertes. Estos episodios a menudo incluían un aura, un pródromo en el cual ocurrían aberraciones de la percepción e incluso algunas alucinaciones. Eran totalmente benignas y duraban solo algunos minutos, pero esos pocos minutos permitían observar un poco el funcionamiento del cerebro y como
se podía quebrar y volver a reintegrarse. De este modo, sentía, que cada episodio de migraña abría una enciclopedia de neurología.  
Había leído docenas de artículos sobre la migraña y sus posibles bases, pero me parecía que ninguno representaba la entera fenomenología o el grado de profundidad que experimentaban los pacientes que sufrían esta enfermedad. Fue con la esperanza de encontrar un enfoque más humano, más profundo, más completo, que me topé con el trabajo de Liveing ese fin de semana  en la biblioteca. Así que después de ingerir las anfetaminas, éstas estimularon mi imaginación y mis emociones, el libro de Liveing parecía haberse incrementado en intensidad, belleza y profundidad. No quería otra cosa que entrar en la mente de Liveing y revivir la atmósfera de aquellos tiempos en los que él había trabajado. Entré en un tipo de concentración catatónica tan intensa que apenas había movido un músculo en horas, leí de corrido las quinientas páginas de Megrim. Mientras lo hacía, me parecía que me convertía en el propio Liveing y que atendía a sus pacientes como él lo describía. Por momentos no estaba seguro si estaba leyendo un libro o lo estaba escribiendo. Me sentía en el Londres Dickensiano de 1860s y 1870s. Me gustaba mucho la humanidad de Liveing y su sensibilidad social, su afirmación de que las migrañas no eran un tipo de indulgencia de ricos ociosos sino que podía afectar a cualquier persona, de cualquier clase social. En esos momentos pensaba, esta es la mejor representación de la ciencia y la medicina de la era Victoriana, ¡es una obra maestra! El libro me dio lo que había estado buscando durante meses. Había acabado frustrado por los escuetos artículos que existían en la literatura científica moderna sobre este tema.  En la punta de este éxtasis, vi a la migraña brillando como un archipiélago de estrellas en los cielos neurológicos.  
Pero había pasado un siglo entero desde que Liveing trabajó y escribió este libro en Londres. Dándome cuenta de nuevo que estábamos en 1960s y no en los 1860s, me pregunté a mi mismo ¿quién podría ser el Liveing de nuestros tiempos? Algunos nombres se me vinieron a la mente. Pensé en el médico A y en el B y en el C,  todos ellos buenos hombres pero ninguno tenía esa mezcla de ciencia y humanismo que era tan poderoso en Liveing. Y después una voz interna gritó “¡Eres tú, tú eres ese hombre!” En cada ocasión que bajaba después de dos días de manía inducida por anfetaminas había experimentado una fuerte reacción de otro tipo, sentía un tipo de decaimiento narcoléptico y algún tipo de depresión. También sentía una especie de vergüenza, de haber estado arriesgando mi vida para nada- las anfetaminas en dosis grandes como las que  tomaba me habían subido la presión hasta un radio de hasta 200. Mucha gente que había conocido, había muerte por sobredosis de anfetaminas. Sentía que había hecho un ascenso a la estratosfera y habría regresado con las manos vacías, con nada que mostrar. Pero en esta ocasión, cuando bajé del globo anfetamínico, mantuve ese sentido de iluminación, de que había tenido algún tipo de revelación sobre la migraña. También sentía una especie de resolución, estaba preparado para escribir un libro como el de Liveing, que quizás me convertiría en el Liveing de nuestro tiempo. 
Al día siguiente, antes de que regresara el libro de Liveing a la biblioteca, fotocopié todas las páginas. Después, poco a poco, comencé a escribir mi propio libro. La felicidad que obtuve haciéndolo era real –infinitamente más sustancial que la insípida manía causada por las anfetaminas- y nunca tomé anfetaminas de nuevo. Ф 
De Hallucinations, 2013. Por Oliver Sacks.