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viernes, 25 de marzo de 2016

Fitz Hugh Ludlow sobre algunas de sus experiencias con hachís.

Llamo al hachís la droga del viajero. Todo el Oriente, desde Grecia hasta la China, cabe dentro del ámbito de una cultura, y para este viaje no hace falta llevar equipaje ni gastar; con seis centavos se puede adquirir boleto para dar la vuelta al mundo.

Después de las tormentosas visiones, vienen generalmente experiencias más calmadas, de tipo sedante y recreativo. Se desciende de las nubes o se asciende de los abismos a una tierra con agradables sombras, en medio de las cuales la vista puede descansar del esplendor de los serafines o de las llamas del infierno. Esta estructura encierra una sabia filosofía, ya que de otro modo el alma se consumiría por exceso del oxígeno.

Las ocasiones en las que el cuerpo y la mente parecían hallarse en condiciones absolutamente análogos y en las que las circunstancias externas e internas no delataban diferencia apreciable, con la misma dosis de hachís produce con frecuencia resultados diametralmente opuestos. Es más, en una ocasión ingerí 1.80 gramos de la doga y los efectos fueron casi imperceptibles, mientras que, con la mitad de la dosis he sufrido la agonía de los mártires o he gozado las delicias de la beatitud. Son tan variables los efectos que durante mucho tiempo he tomado esa substancia con plena conciencia de que me podía igualmente conducir al cielo o al infierno. A pesar de todo, la fascinación tenía a la Esperanza como ahogado, y las experiencias se sucedían sin cesar. 


De The Hasheesh Eater (1857), Fitz Hugh Ludlow.



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