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martes, 31 de octubre de 2017

Benjamin - Haschisch

Benjamin, en una anécdota muy graciosa, escribe sobre la creación de neologismos, usual en la embriaguez de hachís y de otros psicodélicos, también sobre la capacidad de estas drogas de eliminar las protecciones que en estado normal de consciencia nos preservan de la mayoría de estímulos exteriores -la válvula reductora de Huxley, el Ego de Freud-: los psicodélicos permiten un discurso que va más allá de aquél que se posiciona desde un "Yo hablo", como Foucault ya ha mencionado a propósito de la escritura de Blanchot, aquello a lo que Lacan llamó "un discurso que no fuera del semblante". 


Algo para caracterizar la zona de imágenes. Un ejemplo: cuando hablamos a alguien y vemos que el susodicho fuma un puro o va y viene por la habitación, etc., no nos asombramos de que, sin considerar la fuerza que aplicamos para hablarle, tengamos todavía capacidad de seguir sus movimientos. Pero el asunto debiera presentarse muy de otra manera si las imágenes que tenemos ante nosotros al hablar a ese tercero tuviesen su origen en nosotros mismos. Lo cual está naturalmente excluido en el estado habitual de consciencia. Más bien es de suponer que dichas imágenes surgen, que quizá surjan incluso permanentemente, pero que son inconscientes. No así en cambio, en la embriaguez de haschisch. Puede tener lugar, como se probó precisamente esa noche, una producción ni más ni menos que tormentosa de imágenes, independiente de toda otra fijación, de toda orientación de nuestra advertencia. Mientras que en el estado normal las imágenes que surgen libremente, y a las que no prestamos atención alguna, permanecen inconscientes, en el haschisch parece que las imágenes no precisan, para presentarse ante nosotros, de nuestra atención más mínima. Claro que la producción imaginativa puede sacar a la luz cosas tan extraordinarias y de manera tan fugaz y apresurada que, a causa de la belleza y notabilidad de su mundo, no logramos más que atenderlas. Y así, cada palabra de E. que escuchaba -lo formulo ahora desde una cierta destreza para imitar en estado claro las formulaciones del haschisch- me conducía a un largo viaje. No puedo aquí decir mucho más acerca de las imágenes mismas, ya que surgían y desaparecían con una velocidad atroz (y por cierto que todas ellas eran de proporciones bastante pequeñas). Eran esencialmente figurativas. Y a menudo con un fuerte empaque ornamental. Tenían preferencia cosas que poseen de suyo dicho empaque: obras de mampostería o bóvedas o ciertas plantas. Muy al comienzo formé el término "palmeras de punto" para caracterizar de algún modo lo que veía. Palmeras, así me explicaba, con trabajo de malla como el de los jubones. Y luego imágenes enteramente exóticas, ininterpretables, tal y como las conocemos en las pinturas de los surrealistas. Una larga galería de armaduras en las que no había nadie, ninguna cabeza; sino que llamas jugaban en torno a las aberturas del cuello. Mi "decadencia del arte de la repostería" desató en los otros una increíble tormenta de risas. El caso es el siguiente: durante un rato aparecieron ante mí pasteles gigantescos, de tamaño sobrenatural, pasteles tan colosales que sólo podía ver, como si estuviese ante una alta montaña, una parte de ellos. Me explayé con todo detalle en descripciones sobre cómo dichos pasteles eran tan consumados que no resultaba ya necesario comerlos, puesto que saciaban todos los apetitos inmediatamente por los ojos. Y los llamé "pan de ojos". No me acuerdo ya cómo llegué al neologismo aludido. Pero no creo equivocarme al reconstruirlo de este modo: la culpa de la decadencia de la repostería está en que hoy en día hay que comer los pasteles. Procedí análogamente con el café que me dejé servir. Un buen cuarto de hora, si no más, tuve inmóvil en la mano el vaso lleno de café, y declaré que beberlo estaría por debajo de mi dignidad, transformándolo en cierta manera en un cetro. Puede muy bien hablarse de la necesidad que tiene la mano, en el haschisch, de un cetro. Esa embriaguez no fue muy rica en grandes neologismos. Me acuerdo de un "enano-pelele", del que procuré dar a los otros una idea. Más comprensible resulta mi réplica a una expresión cualquiera de G. que acogí con el acostumbrado desprecio sin límites. Y la fórmula de ese desprecio era: "Lo que usted está diciendo, me importa tanto como un tejado en Magdeburgo." 


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